domingo, 29 de abril de 2012

Cartas de Roger Casement sobre las atrocidades del Putumayo. Las etnias uitoto, andoque y bora, esclavizadas por la Peruvian Amazon Company de Julio César Arana.

TROPA DE ASEDIO. Grupo de nativos liderado por un capataz barbadense (con gorra, al frente). Armados con rifles Winchester, su labor era perseguir a los uitotos.

Guardianes del infierno. Los abusos en el Putumayo.


Por lo menos 30 mil peruanos fueron asesinados durante el boom del caucho a inicios del siglo pasado. Eran nativos de las etnias uitoto, andoque y bora, entre otras. Todos fueron esclavizados por la Peruvian Amazon Company. El Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica, en coedición con la ONG IWGIA, ha publicado por primera vez en español la versión completa de las cartas de Roger Casement sobre las atrocidades del Putumayo. Aquí la recreación de un episodio oscuro de nuestra historia.
Por: Ghiovani Hinojosa
Cuatro jóvenes nativos cuelgan de la rama de un árbol. Tienen los brazos amarrados por la espalda y la mirada gacha, casi como en posición fetal. Los mosquitos, el calor y la humedad acompañan este doloroso cuadro. Los indígenas, probablemente miembros de la etnia uitoto, han sido castigados por haberse escapado de la estación Abisinia, en los alrededores del río Putumayo. Huyeron de este lugar aterrorizados por los latigazos que recibían cada vez que no conseguían los kilos de caucho requeridos por los dueños. Los flagelaban con tiras de piel de tapir. Muchas veces lo hacían capataces negros venidos de Barbados. Ni bien los atraparon, los trajeron de vuelta a empujones y los subieron al árbol. Allí estarán, quejándose en su lengua materna, por cerca de tres horas.
Alrededor de ellos, unos capataces conversan distendidos, como si estuvieran en una festiva reunión de amigos. Mantienen buenas relaciones con sus superiores, los directivos de la Peruvian Amazon Company. De pronto, un barbadense llamado Hilary Quales se separa del grupo y camina lentamente hacia donde están los nativos suspendidos en el aire. Lleva colgado en el hombro su lustroso rifle Winchester. Observa atentamente los cuerpos. Abre la palma de su mano y la acerca poco a poco a la pantorrilla de uno de los uitotos. En este momento, podría pedir a sus colegas que traigan hojas secas del bosque, amontonarlas al pie del árbol del castigo, prenderlas con un fósforo y esperar a que los indios retuerzan desesperados las plantas de sus pies. Ya ha pasado. Y los capataces lo han disfrutado. Podría, si quiere algo más rápido, cargar su Winchester con la munición que lleva en el bolsillo y destripar a todos los indígenas de un solo disparo. También ha pasado. Pero Hilary tiene hoy ganas de joder. De perpetuar hasta el infinito el dolor de su prójimo.
El capataz toma la pantorrilla del nativo con las manos. La presiona tan fuerte como puede. Luego de voltear a mirar a sus compañeros, como anticipándoles el espectáculo que se viene (y que nadie puede perderse), le da un empujoncito al cuerpo del uitoto. La víctima se balancea de un lado a otro, como un columpio oxidado que está por venirse abajo. El movimiento tensiona al máximo los músculos del nativo. Hilary Quales, de unos 24 años, repite el juego con el resto de indígenas. Les da empujoncitos en las piernas, y estos se deshacen de dolor. Exacerbado por la hilaridad que empieza a reinar en el ambiente, el capataz da un paso adelante y acerca sus labios a la piel sudada de una de sus víctimas.
Hilary Quales muerde con ferocidad la carne de los nativos. Clava sus dientes en pies, pantorrillas y nalgas. Los atacados responden con gritos guturales. El capataz voltea como para obtener la aprobación de sus amigos. Se la dan. La fiesta estalla. Hilos de sangre. Gritos. Risas. Humedad. Calor. Súplicas. Burlas. Y, súbitamente, el silencio. Un indígena no soportó las vejaciones y le pateó la cara a Hilary. Este tiene el rostro desencajado y la mirada furiosa. No lo va a perdonar. Se apresura en apretar con las manos los pies del rebelde y vuelve a embestir con los dientes. De una sola mordida le arranca el dedo meñique. A lo lejos, Abelardo Agüero, jefe de la estación Abisinia, celebra el hecho con una sonrisa. Ya está bueno. Ordena bajar a los rehenes. Pero no para darles un instante de sosiego, sino para seguir reprimiendo su falta de sumisión. Ahora les toca ir al cepo, ese bloque de maderas superpuestas que inmoviliza a las personas por días, semanas e, incluso, meses. El capataz Quales se limpia la sangre con las mangas de su polera.
“Monstruo total”. Este fue el calificativo que el funcionario británico Roger Casement le dio a Armando Normand en uno de sus informes sobre los abusos de los caucheros en la zona del Putumayo. Normand era jefe de la estación de Matanzas (una de las nueve secciones anexas a la central de recolección de La Chorrera) y el hombre blanco más temido por nativos y barbadenses. Era boliviano y apenas bordeaba los veintidós años. Todo indica que era pequeño, flaco y muy feo. Según Casement, su cara era “perfectamente diabólica” y “la más repulsiva que yo haya visto en mi vida”. De acuerdo con el testimonio del capataz Joshua Dyall, su mirada era la de una víbora y podía hacer retroceder a cualquier persona. Normand ordenaba un asesinato o una tortura en los momentos más impensados; y si era posible, lo hacía él mismo.
Dyall le contó a Casement que un día Armando le ordenó asesinar a cinco indígenas andoques que no habían cumplido con sus cuotas de caucho. El capataz, rifle en mano, ya había matado a los dos primeros, cuando su jefe le pidió que a los dos siguientes les aplastara primero los testículos con una piedra para chancar yuca y luego los “durmiera” a garrotazos. Y así lo hizo. Al último tuvo que estrangularlo con las manos. Mientras tanto, Normand estaba bajo la sombra de un árbol, fumando y observando la operación con rostro impávido.
Algunas de las formas preferidas por este asesino para reducir a sus víctimas eran enterrarlas vivas, echarles kerosene y prenderles fuego, y mandar a su perro mastín a comerse sus extremidades. Una de las “excentricidades” del “monstruo total” consistía en castigar al nativo secuestrando a sus hijos y ahogándolos en el río. “El cerebro de Normand era como un volcán en constante actividad, de cuyo fondo lóbrego fluían ideas siniestras que ponía en inmediata ejecución en su loco afán de exterminar a los indios”, escribió sobre él el ex empleado colombiano de la Casa Arana Ricardo A. Gómez. Otro ex empleado, Idelfonso Fachín, ha contado en el libro de Carlos Valcárcel El proceso del Putumayo y sus secretos inauditos, de 1915, que vio muchas veces a Armando almorzar en su casa mientras azotaban a los uitotos frente a él. A veces, la sangre de los indígenas salpicaba a su plato.

“El indio es tan humilde que, apenas ve que la aguja de la balanza no marca los 10 kilogramos, él mismo extiende las manos y se tira en el suelo para recibir su castigo. Entonces, el jefe o su subordinado se acercan, se agachan, agarran al indio por el cabello y lo golpean, levantan su cabeza, la sueltan con el rostro hacia el suelo y después de golpear y patearle el rostro y cubrirlo de sangre, el indio es flagelado”. Así se lo contó un azotador a Roger Casement. Muchas veces, las víctimas quedaban con heridas abiertas que no cicatrizaban por días y que empezaban a agusanarse. Entonces, la solución era matarlas a balazos para evitar más infecciones. Pero no siempre los perjudicados fueron los uitotos, sino a veces los propios capataces negros.
Una vez, el barbadense Augustus Walcott vio que sacaron a un nativo viejo al patio de la estación de Matanzas. Lo empezaron a golpear con una espada en varias partes del cuerpo. Le pusieron una soga en el cuello y lo colgaron de un palo hasta desangrarse. Era el castigo que recibía por haber planeado un intento de fuga con su hijo. Walcott gritó en voz alta que esta no era una manera de tratar a la gente. Agregó, indignado, que era un acto brutal. Normand lo escuchó y ordenó que le ataran los brazos por la espalda y lo colgaran de un palo en forma de cruz. Walcott quedó inconsciente. En los informes de Casement, él deja sentado que muchos barbadenses fueron obligados a abusar de los indígenas so pena de tortura. Los auténticos responsables de esta vorágine esclavista e inhumana fueron Julio César Arana y sus socios de la Peruvian Amazon Company. Sus hombros cargaron las columnas de este infierno.
 ARANA, AUTOR INTELECTUAL
Julio César Arana ha sido el más grande empresario peruano del caucho, y, además, el responsable intelectual de muchas de las atrocidades del Putumayo. Nació en Rioja (San Martín) y fue hijo del fabricante de sombreros Martín Arana. Desde adolescente ayudó a su padre en la comercialización de estos productos. Ya a fines del siglo XIX, los caucheros colombianos adquirían los sombreros de los Arana y les pagaban con caucho. Julio César Arana se convirtió rápidamente en comprador de esta goma y, luego, en el principal productor. La fortuna que amasó fue cuantiosa. Su empresa, la Casa Arana, se convirtió en la década de 1910 en la Peruvian Amazon Company, debido al ingreso de capitales ingleses. A raíz de los informes de Roger Casement sobre el genocidio en el límite entre Perú y Colombia, Arana fue procesado judicialmente, pero el inicio de la Primera Guerra Mundial frustró la investigación. Llegó a ser senador por Loreto y presidente de la Cámara de Comercio de esa región. Murió en Lima, en 1952.
Fuente: Diario La República, revista "Domingo". 29 de abril del 20012.

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